La evolución del contexto económico contemporáneo se caracteriza por un agobiante encabalgamiento de diferentes crisis y una agudización de las desigualdades, la pobreza y la exclusión social. Empezando en 2008, con un colapso inmobiliario y financiero, continuando en 2020 por una crisis provocada por una pandemia global y siguiendo con la actual del sector energético promovida por un sistema económico basado en la extracción desmesurada de recursos y que se sitúa cada vez más al límite del colapso.

Una crisis empeorada por otra guerra indeseable y probablemente evitable que, además, destapa las contradicciones y la falta de ética del mundo occidental. Mientras se hacen grandes proclamas en contra de la invasión de Ucrania se transfieren centenares de millones de euros cada día para pagar las facturas del gas y del petróleo ruso. A la vez se apela a razones humanitarias para ayudar a la población afectada mientras se tapaban los ojos y las orejas cuando las crisis humanitarias provenían de alguno de los más de treinta conflictos armados activos actualmente. 

El panorama actual es realmente desconcertante. El euríbor, el índice europeo que indica el tipo de interés al que las entidades financieras prestan dinero al mercado, está en negativo desde hace tiempo. Se combina con una inflación disparada que cerró 2021 con un incremento mediano de los precios del 6,5%. Desafía la ortodoxia económica y es un reflejo de la inestabilidad actual. Concretamente, el IPC de vivienda, agua, electricidad, gas y otros combustibles ha aumentado un 23,3%, dificultando el acceso universal a estos bienes y servicios esenciales.

La subida de precios de la energía ha entrado, desde hace más de un año, en una espiral caótica. Una auténtica pesadilla para las familias más vulnerables y para el conjunto de la economía. Y mientras las facturas de luz, gas y combustible se disparan a máximos históricos, las seis grandes empresas energéticas de la IBEX 35 han cuadruplicado sus beneficios llegando a una cifra indecente de más de 10.000 millones de euros el 2021. El agotamiento de los combustibles fósiles empuja inevitablemente a un cambio hacia otro modelo energético. La transición energética ya no es una opción. Cómo lo haremos, sí. 

Y si no lo hacemos nosotras, lo harán por nosotras. De hecho, ya lo hacen: el oligopolio energético ostenta la mayor parte de la producción de energías renovables y prevé invertir centenares de miles de millones de euros los próximos años. Todo para mantener su posición de privilegio y grandes rentabilidades. Como muestra icónica, la lista de la revista Forbes de las 100 personas más ricas del estado español. Las nuevas grandes fortunas que entran con fuerza provienen del sector de las renovables. No es casualidad. 

Se habla de transición energética, pero en realidad se perpetúa el dogma del crecimiento económico infinito bajo el paraguas del “capitalismo verde”. Igualmente insostenible si implica aumentar el consumo energético y material en un planeta finito. Hay que debatir cómo hacer una transición energética que no continúe paradigmas como la acumulación de riqueza y un sistema de producción centralizado, insostenible medioambientalmente, y donde la producción no responde a las demandas de consumo sino a estrategias geopolíticas y de mercado. 

¿No sería más lógico producir allá donde se consume? Fortalecer el concepto de “democracia energética”, en la que se combine la transición energética tecnológica descentralizada con la profundización de la democracia y la participación ciudadana.
La economía social y solidaria se está articulando para construir proyectos de comunidades energéticas ciudadanas donde, más allá de la autoproducción y el consumo compartido, se articule una nueva cultura de uso de las energías. A la acción transformadora de la producción descentralizada y del consumo cooperativo y democrático, se tienen que sumar la eficiencia y la reducción de consumo, la rehabilitación energética de edificios, la movilidad sostenible, la formación y la contribución
a la lucha contra la pobreza energética.

Generar y sostener estructuras de decisión horizontales y colectivas que puedan ser verdaderas escuelas de democracia económica y que permitan avanzar hacia una soberanía energética que nos desconecte de las lógicas actuales y nos conecte con la vida y el planeta.

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