Parece que la Covid-19 poco a poco deja de ocuparlo todo. Levantamos la cabeza y miramos adelante. En este escenario postpandémico, un elemento en la agenda macroeconómica se está vendiendo como la solución a todos los males: los fondos “Next Generation”. 

Un acuerdo del Consejo Europeo para movilizar 750.000 millones de euros, financiados mediante la emisión de deuda comunitaria y orientados a lo que se ha denominado “transición ecológica” y “digitalización”. Al Estado español le corresponde una cifra sin precedentes: 140.000 millones de euros, de los cuales 72.000 millones en subvenciones a fondo perdido y el resto en créditos. 

“Financiados mediante la emisión de deuda” significa que el dinero lo aportan unos mercados deseosos de valores refugio. Y quien se endeuda son los países europeos que fácilmente podrían acordar que este sobreendeudamiento fuera acompañado de una nueva oleada de austeridad en un futuro no muy lejano. Como, por ejemplo, ajustes en el gasto público o reformas en el mercado laboral y en las pensiones. 

De momento, parece que estos recursos públicos se orientan, mayoritariamente, hacia las grandes corporaciones dejando el pequeño tejido productivo al margen. Que la “gran transición económica” se materialice transfiriendo dinero público al sector privado para aumentar los beneficios de gigantes empresariales que vulneran derechos laborales, sociales y medioambientales, no supone ninguna transición sino perpetuar un sistema desigual que sigue cavando el mismo pozo. 

Se vuelve a dibujar el ciclo completo de traspaso de dinero público hacia el sector privado. Por un lado, los mercados han colocado 750.000 millones de euros en valores seguros y del otro, las grandes corporaciones verán fuertemente subvencionadas sus inversiones. Unos financian, unos reciben y, mientras tanto, la deuda se la queda el sector público. 

De nuevo las palabras pierden su significado. Se habla de “transición ecológica” y “digitalización”, pero en realidad se perpetúa el dogma del crecimiento económico infinito, bajo el paraguas del “capitalismo verde”. Igualmente insostenible si implica aumentar el consumo energético y material en un planeta finito. A la vez, la digitalización no significará reducir el uso de materias primas. Más bien al contrario: fabricar toda la electrónica implica una industria extractiva de cobalto, níquel, litio... Su extracción va de la mano de prácticas violentas y coloniales, causando precariedad laboral, desplazamientos forzados y violencia en los países del Sur Global. Además, una conectividad permanente requiere de una gran infraestructura tecnológica. No hay un cuestionamiento de base sobre la sociedad del consumo y de uso de materias primas. 

La pandemia ha evidenciado aquello realmente esencial por la sostenibilidad de la vida. Desde la economía solidaria hace tiempo que imaginamos qué modelo queremos construir. Imaginar cómo puede convivir una economía  democrática y solidaria con un sector público fuerte. Para generar una transición energética de la mano de una concienciación en el consumo. Para garantizar una digitalización que promueva la inclusión y la conciliación, desde una comercialización justa y de acceso universal. 

Si queremos hacer sostenible la vida y construir un sistema económico socialmente justo, equitativo y que incorpore la mirada feminista y antirracista, hay que cambiar las bases de la generación de riqueza y de su distribución. El cooperativismo puede ofrecer respuesta en la creación de iniciativas que luchan contra la explotación y la precariedad laboral, así como respuestas en el ámbito del consumo colectivo y los servicios. También, proyectos de servicios comunitarios para la inclusión sociolaboral de personas y colectivos expuestos a situaciones de vulnerabilidad.

Fortalecer iniciativas que democraticen el modelo energético desde fórmulas colectivas y eficientes. Extender una fórmula de acceso a la vivienda basada en su valor de uso y no en la especulación del mercado. Sumar iniciativas agroecológicas transformadoras y que devuelven la vitalidad al mundo rural. Entre muchas otras.

Y, por supuesto, unas finanzas éticas que ofrezcan respuestas adecuadas a las necesidades cambiantes de una economía social, solidaria y transformadora.

De la pandemia hemos aprendido que, cuando a la Tierra se la deja respirar, tiene una capacidad extraordinaria y generosa de regeneración. Aprendamos a pertenecer al planeta y a dejar de pensar que el planeta nos pertenece.

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